21 de agosto de 2021

El certamen alcanza ya su séptima edición

El escritor alicantino José Antonio Lozano Rodríguez, con el relato Felizmente aburrida, ha ganado la séptima edición del Concurso Literario Arsenio Escolar, que organiza la Asociación Literaria Esguevanía, de Torresandino.

Ana María Marcos Alejos, de Baltanás y residente en Fresnillo de las Dueñas, con el relato Don Anselmo; y José Luis Bragado García, de Valladolid, con Vivencias, han ganado sendos accésit.

El galardonado de la categoría local ha sido José Carlos Iglesias Dorado, con el relato La caja de cambios.

Los premios se han entregado este sábado, 21 de agosto, en un acto público en instalaciones municipales de Torresandino en el que además se inauguró una exposición de libros de los que son autores 13 diferentes escritores locales.

El concurso está dotado con 300 euros para el relato ganador y 150 euros para el ganador de la categoría local y de cada uno de los dos accésit.

Algunos de los relatos serán además publicados en la revista Archiletras, según establecen las bases del concurso.

En esta ocasión, hemos contado con la presencia de tres de los ganadores que nos han deleitado con la lectura de parte de su relato exponiendo las claves utilizadas para la confección de sus trabajos.  El vallisoletano José Luis Bragado García, no pudo estar presente, pero nos envió un video agradeciendo a la asociación Esguevanía sus esfuerzos por fomentar la cultura en Torresandino.

Como ocurriera el pasado año, y en cumplimiento de las normas antipandemia de coronavirus, la organización ha tenido que suspender en esta edición las categorías infantil y juvenil del certamen, que tradicionalmente se celebran con asistencia presencial y elaboración de sus textos por parte de los participantes en las instalaciones sede del concurso.

El jurado, presidido por Arsenio Escolar, el periodista, escritor, filólogo y editor que da nombre al certamen, estuvo compuesto en esta edición por los expertos:

Encarnación Reyes Iglesias,

Marta Pescador Pérez,

Faustino Catalina Salvador,

 Alejandro Gamón Izquierdo

 Fernando Molinero Hernando,

Lidia González García,

Aurora Cabañes Muñoz,

Jesús Heras Aparicio,

Cirilo García Román,

y contó con la secretaría técnica de Cristóbal Cuesta y Alejandro Casado.

El certamen literario y sus actividades paralelas consolidan a Torresandino como uno de los principales focos culturales de la provincia de Burgos.

El concurso cuenta con el patrocinio de la Diputación de Burgos, el Ayuntamiento de Torresandino, la revista Archiletras, el bar restaurante La Trocha, Áridos Camarero, Bodegas García Figuero y Bodegas Viña Pedrosa.

En el acto de entrega de los premios, la organización ha agradecido a todos ellos su apoyo.

RELATO GANADOR,  

FELIZMENTE ABURRIDA

Lema: Isabel

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Estoy esperando la noticia como se espera un telegrama de dolor; no sé qué cara habré puesto, pero el doctor no se ha asustado demasiado y no ha creído necesario ofrecerme una infusión o un vaso de agua con una valeriana. No han sido las suyas palabras de acero afilado que te abren la carne como un cuchillo que duele conforme va cortando, ni siquiera palabras de aguja que quedan prendidas en la piel como nuevos cabellos erizados que se clavan a cada paso; sólo han sido palabras normales, muy normales, demasiado normales: palabras sin tiempo ni lugar que también habrían podido servir para cualquier otra conversación.

- Bien, bien…, la verdad es que me gustaría comentar los resultados con algún familiar, ¿quizás su marido?...

Me lo ha dicho tranquilamente, con unos ojos jóvenes y graves que apenas si se atrevían a cruzarse con los míos, con un tono suave, como de nana canturreada al reflejo de la luna cuyo volumen se va bajando conforme se cierran los párpados y se hace más profunda la respiración. Las palabras han entrado zigzagueantes hasta que han alcanzado lo más recóndito de mi cerebro y no he podido evitar traer a mi mente la imagen de mi pobre esposo que ya falta desde hace más de tres años. Aún no lo comprendo pero, desde ese trágico día, se convirtió en “mi pobre esposo” y así lo suelo nombrar cuando a él hago referencia. ¡Son tantas las cosas que ignora nuestra mente!… Dicen que el cerebro humano es el gran secreto de la naturaleza, que apenas si conocemos un diez por ciento de su capacidad, que sus posibilidades son inmensas, inimaginables, algunos incluso se atreven a decir que ilimitadas… Y así no puedo evitar recordar a menudo la imagen de su cuerpo yerto, de un blanco de cera azulada como el hielo de un glaciar, de sus manos inertes, incapaces ya de decir ninguna caricia, como si ya hubieran gastado todos sus movimientos y no quedara el más mínimo poso de movilidad. Aprovechaba cualquier momento para acariciarme, no le importaba que hubiera gente o que estuviésemos o no a solas, nunca sintió ningún pudor por cogerme de la cadera y darme un beso en los labios delante de quien fuera;

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quien fuera; daba igual que los tuviera limpios o embadurnados de un carmín pringoso de color rosa húmedo, que ha sido siempre mi preferido; es más, le encantaba su sabor dulzón cuando se relamía después de haberme comido literalmente los labios, que irremediablemente tenía que volverme a pintar; y yo siempre tenía que fingir que lo apartaba de mí a pequeños empujones que él nunca llegó a comprender y que sólo se explicaba por mi absurdo pudor fingido, siempre fingido, siempre absurdo, como todas y cada una de las caricias que me guardé y no fui capaz de darle. Creo que contemplar esas manos de estatua con tersura de piedra fue lo que me dio la dimensión exacta de la muerte y de sus circunstancias. Pero también sé que eso me ayudó a no temerla, a considerarla como algo con lo que se puede o se debe convivir porque, tarde o temprano, tiene que llegar el día en que nuestra resistencia a marcharnos acabe por sucumbir.

- No…, no tengo marido. Murió… -respondo en un tono escondido que apenas si alcanza el rango de sonido, como tampoco tenían sonido alguno los besos que no le di en vida.

Mi voz balbuceante es sincera, aún siento cercano el vaho de su muerte con todos sus protocolos: todavía noto el perfume de su cuerpo sin vida, porque la no-vida también tiene su particular perfume: el aroma a noviembre de los crisantemos, el olor vaporoso del incienso en la misa de difuntos aunque, en honor a la verdad, mi esposo y yo nunca hemos sido demasiado practicantes, sólo lo justo, lo imprescindible. Lo recuerdo, lo siento todo aún como si acabara de pasar; mis amigas ya viudas me dicen que con el tiempo ese sentimiento se va atemperando, que el dolor se atenúa un poco hasta que te acostumbras a convivir con él y se convierte en un simple recuerdo cada vez más suave; pero yo tengo mis dudas, sobre todo cuando añoro su cariño, sus caricias sin límite, sus atenciones infinitas, lo llena que aún se encuentra la casa de su presencia, porque al muy canalla le gustaba la casa con locura y hasta creo que era cómplice de cada pequeño rincón que compartía nuestros secretos. Yo, en los momentos en los que me sentía aburrida o se despertaba en mí la necesidad de salir, llegaba a decirle que quería a la casa más que a mí, que para él era como un útero de cemento y ladrillo en el que siempre se encontraba cómodo, con el que nunca discutía y, sobre todo, al que nunca sentía la necesidad de abandonar. ¡Qué diferentes éramos!, quizá por eso nuestro amor pudo durar toda la vida: si a mí me encantaba tener mi piel perfumada de mar y de sol, él se conformaba con el aroma verde y la sombra de la huerta, si yo anhelaba ir de compras o simplemente contemplar los escaparates recién estrenados por el cambio de temporada, él se aburría de tal modo y

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mostraba tal cara de sacrificio, que yo no podía ya disfrutar del paseo y terminaba por invitarlo a una cerveza al tiempo que le agradecía su esfuerzo; en vez de cómo dos gotas de agua éramos “como dos polos opuestos”, solía decirme con frecuencia mientras me abrazaba o me besaba y descansaba sus ojos en los míos si estaban los niños delante, o sonreía pícaramente con el deseo desparramado por toda la piel las veces que nos encontrábamos a solas. Lo cierto es que nos queríamos con todas nuestras fuerzas, más aún, creo que todavía lo sigo queriendo, incluso deseando a pesar del tiempo; quizás por eso cuando alguna vez celebramos un baile en el local de la Tercera Edad y me resisto a bailar con algún apuesto pretendiente, mis amigas no lo entienden y me lo echan en cara diciéndome cosas como que soy una anticuada o que a nuestra edad ya no debemos ocuparnos de los complejos y cosas por el estilo; pero yo soy así, quizás cuando pasen unos años más… No, más bien no, estoy convencida de que no será así, por muchos años que pasen, por muchas invitaciones que me ronden.

- Lo siento, no lo sabía. ¿Hace ya mucho?

No sé si el doctor hoy tiene poco trabajo o demasiadas ganas de hablar, pero no termino de comprender su inusitado interés por mi situación civil o por mi difunto esposo, al que nunca llegó a conocer y de cuya existencia nada sabía hasta el día de hoy. Tampoco sé si se puede deber a su juventud, a su inexperiencia o a que me ve como una persona frágil e insegura que quizá le recuerda a alguna de sus abuelas, pero me sorprenden este tipo de preguntas que no parecen tener demasiado sentido, aunque debo reconocer que, en lugar de irritarme, me producen algo de consuelo e incluso una enorme paz interior. Hace ya tiempo que no rememoraba nuestra felicidad cuando apenas éramos dos jóvenes enamorados hasta la médula y dispuestos a comernos el mundo desde nuestro amor. En vacaciones de verano cada día lo esperaba a su llegada del trabajo con la comida a punto y los besos a flor de piel: apenas si traspasaba el umbral de la puerta nos fundíamos en un abrazo sin límites, en un beso sin respiración, en una caricia inacabable y nos amábamos hasta la extenuación en cualquier lugar de la casa, sin importarnos no haber llegado a nuestra habitación o que la comida se enfriara e incluso que nos olvidáramos por completo de comer. No era demasiado extraño el día en el que terminábamos tan cansados que nos quedábamos dormidos, casi indefensos y despertábamos a media tarde con el estómago vacío y la piel aún repleta de caricias; pero no nos importaba lo más mínimo y nos seguíamos besando mientras poníamos al fuego la comida y hacíamos una merienda-cena que lo mismo podía ser un sencillo asado, que un buen arroz o cocido.

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- Ya hace tres años, un mes y cuatro días.

Le he contestado con firmeza, incluso con algo de dureza porque no comprendo los derroteros por los que está deambulando esta conversación que me empieza a oprimir el corazón y a hacerme sentir cierta angustia; no entiendo la razón de que el doctor se empeñe en hablarme del sexo de los ángeles, que es lo mismo que preguntarme por el tiempo que soy viuda, como si serlo tres años, o cinco, o diecisiete tuviera alguna importancia en la causa por la que me encuentro sentada en la silla esperando un diagnóstico como quien espera el veredicto en un juicio. Pero me produce cierta paz interior rellenar estos silencios de interrogatorio con recuerdos que siempre me gusta traer de nuevo a mi mente. No puedo evitar un escalofrío y cierto placer cuando rememoro cómo dormíamos todas las noches abrazados cuerpo contra cuerpo: daba igual que fuera verano o invierno, que hiciera un calor pringoso del que no te podías despegar ni con una ducha, como un frío húmedo que calaba justo hasta el interior de las mantas; yo me acomodaba en su pecho peludo y suave, y notaba su brazo cubrir mi espalda hasta rodearme entera con su aliento y así entregarnos ya en paz de golpe a la noche. Creo que fue así desde el primer día, al menos no recuerdo una noche de insomnio por esta causa. Mis amigas siempre me han preguntado que cómo se puede dormir así todas las noches, unas comentan que no se han logrado acostumbrar a pesar de los años y de sus múltiples intentos, otras creo que piensan que se trata de una pequeña mentira que yo siempre he contado y en la que nunca me han podido pillar, pero es sencillamente la realidad y así ha sido siempre; incluso cuando alguno de los dos caía enfermo compartíamos hasta la médula las tiritonas de la fiebre, y no me parecería nada morboso reconocer que, de haberme dejado mis hijos, habría pasado toda la noche del velatorio abrazada a su frío inmenso para intentar calentarlo con mi respiración tibia sobre su cuello o sus orejas, perfumándolo con mi último abrazo después de toda una vida juntos, sin ningún temor, sin ninguna aprensión.

- Comprendo… ¿y qué tal alguno de sus hijos?

Creo que empiezo a comprender la razón de tanta pregunta y la postura un tanto nerviosa del doctor. Cada vez estoy más segura de que verme allí sola con mis años y con la noticia que no sabe cómo darme entre sus manos le resulta cuanto menos algo difícil y no termina de decidirse. “Decisión”, ¡cómo me gusta esa palabra!, creo que es la que más le pegaba a mi esposo y la que yo más admiraba en él: era una persona decidida, siempre tomaba decisiones, aún a riesgo de equivocarse, como comprar nuestro terreno para levantar la

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casa, o como hacer cualquier sencillo plan de vacaciones cuando los niños eran pequeños: lo decidíamos la noche anterior sin el más mínimo temor por el clima o la distancia; en ocasiones llegamos a hacerlo la misma mañana, momentos antes de que nos invadiera una frenética actividad y comenzáramos a hacer las maletas con una rapidez inusual. Lo más bonito era cuando abríamos las puertas del coche y cada cual ocupaba su sitio sin una pregunta, sin un reproche, con la confianza en nuestras miradas y la inquietud de no saber si encontraríamos un lugar apropiado para todos nosotros esa misma noche. ¡Qué tiempos aquellos! A menudo les suelo recordar a mis hijos que no teníamos ninguno de los adelantos que hoy abarrotan nuestras casas y, sin embargo, también salíamos de vacaciones y disfrutábamos de los viajes incómodos por carreteras angostas y mal asfaltadas que conseguían darle cierto aire de aventura a la expedición, pero sé que no lo comparten, mucho menos aún mis nietos, que creen que todo eso no son más que cuentos sacados de los libros de Historia y sólo quieren enseñarme aparatos modernos y enrevesados que en otros tiempos hubieran adquirido el calificativo de diabólicos por todo lo que son capaces de hacer a pesar de su tamaño diminuto.

- No, no… No están aquí…Viven fuera. Mis hijos se fueron hace muchos años.

Le he mentido con la misma piedad con que se miente a un padre muy enfermo y al que quieres mucho, pero no voy a permitir que mis hijos o mis nietos sufran por mí mientras lo pueda evitar y además estoy segura de que mi esposo aplaudiría esta decisión e incluso me diría que él habría hecho lo mismo. Nunca lo había visto tan feliz como durante el embarazo y nacimiento de nuestro hijo mayor: a pesar de que su dormir era demasiado profundo, me envolvía con un brazo la espalda y con el otro hacía de sábana suave de mi vientre preñado y se despertaba maravillado cuando notaba los movimientos de los pies del feto, que desprendían su abrazo con una suave patada; y enseguida me llenaba de preguntas sobre cómo me sentía: que si me había hecho daño, que si notaba algo de acidez, que si tenía ganas de vomitar, que si quería comer algo. Eran los únicos momentos en los que me sentía agobiada y me quitaba su brazo de mi espalda y respiraba profundamente varias veces seguidas, hasta que notaba cómo se calmaban las aguas de mi vientre y de nuevo volvía a acomodar mi cabeza tranquila sobre su pecho de orilla y a notar sus abrazos de duna que nunca terminaban.

Me gusta encontrarme con los sentimientos de entonces, traerlos a mi mente y volverlos a saborear una y otra vez; ¿cómo es posible que el ser humano pueda revivir esos momentos

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con tal intensidad que llegan a parecer tan reales como entonces?; no sé si será normal, pero lo cierto es que aún me encanta tocarme alguna vez el vientre e imaginar dentro de mí a cualquiera de mis hijos: sentir sus movimientos, el curso de su crecimiento a pequeños sorbos, de su vida en momentos pequeños o importantes, el momento tan esperado de su nacimiento, donde él siempre estuvo conmigo cogiéndome de la mano, con su mirada abrazada a la mía, con sus ojos humedecidos por la emoción en los que yo me apoyaba para no sentir dolor, sus ojos anegados y alegres que ya no están para seguir dándome fuerzas. No sé lo que me esperará mañana, no sé cuál será mi veredicto, pero no le tengo miedo a la muerte e incluso sentiría cierta sensación de alivio si me dijeran que pronto volveré a estar junta él en el otro mundo, para siempre.

              - ¿Me voy a morir pronto?

Se lo he preguntado con palabras de duna para que su fina arena anegara todos los rincones de su mente y no le quedara ningún resquicio en el que ocultar su respuesta de azabache. ¿Por qué siempre identificamos el color negro con todas las cosas malas de la vida o con todo aquello que huele a muerte?, ¿acaso alguien ha resucitado alguna vez para contarnos cuál es el color de ese otro estado de la vida si es que existe?; es más, siempre he leído que cuando alguien se encuentra muy cerca de este instante, relata experiencias raras de túneles o caminos por los que se va o se vuelve, pero invariablemente la luz que suele habitar esas experiencias es de color blanco, de un blanco intenso, sereno, hasta dulce se podría decir; ¿a qué santo ahora cambiar el color de la muerte justo a su opuesto en la escala cromática?

El primer día de clase, como yo no podía acompañarles al colegio, él se cogía vacaciones y allí acudía de la mano de sus hijos, orgulloso, interesándose por todos los pormenores de su educación, con el corazón encogido de saber que los dejaba en un lugar diferente al de nuestra casa, porque siempre contratamos a alguien que los cuidara y nos ayudara en nuestro hogar. Así es que los vestíamos con sus mejores galas después de una buena ducha, los peinábamos y perfumábamos con toda nuestra alegría y allí me despedía, en el rellano sin fronteras de la escalera despidiéndome de su nerviosismo mientras yo me tenía que marchar a mi trabajo. No le importaba ser de los pocos hombres que aparecían esa mañana por el colegio, ni el hecho de sentarse en la silla diminuta que le hacía llegar las rodillas justo hasta la barbilla para ayudar a sus hijos a poner el nombre en los cuadernos o pegar su foto en el lugar correspondiente de la percha. Sencillamente estaba henchido, orgulloso de lo que habíamos construido juntos y se empapaba de todo para ayudar a los pequeños a

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contármelo como el suceso más importante del mundo cuando de nuevo nos encontrábamos en casa a media tarde.

- Mire, se trata de lo que denominamos una “enfermedad rara”, de esas que son difíciles de explicar por la sencilla razón de que apenas la conocemos: mi opinión es que usted padece la ECJ o Enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. Sabemos poco de ella, sólo que se debe a una proteína llamada prión y que algunos de sus síntomas son somnolencia, rigidez muscular, confusión, visión borrosa…, incluso una posible demencia a medio-largo plazo.

No ha podido aguantar más y lo ha soltado como quien no tiene más remedio que vomitar una comida que le ha sentado mal. Me ha dado una respuesta de esas que te ponen un nudo en la garganta o que preferirías no haber escuchado jamás; y es que nunca he llegado a comprender por qué nuestra mente se empeña en ocuparse siempre de lo malo, en ponerse en situaciones de auténtico desastre, de auténtica hecatombe. Tal vez si sólo me hubiera dicho el nombre técnico de la enfermedad habría sonado de una manera más suave dentro de mi corazón, que ya hace tiempo que galopa sin control; pero esos síntomas así enumerados de manera tan real, especialmente cuando ha hecho referencia a la palabra “demencia”, te cortan la respiración y te hacen daño sobre la piel, sobre los dedos…

Cuando llegaba por la tarde del Colegio donde trabajaba, siempre situado fuera de nuestro pueblo por una decisión personal que toda mi familia siempre respetó aunque nadie compartía, me esperaban agazapados, aguardando a que cerrara la puerta para salir todos en tropel con ganas de comerme a besos y abrazos, de contarme todo lo que habían hecho durante el día, de los proyectos que sus mentes habían urdido para la tarde-noche o para el fin de semana, y apenas si podía estar unos segundos en el aseo con un mínimo de intimidad, porque en nuestra casa jamás han existido los cerrojos y los aseos no iban a ser ninguna excepción. Mi esposo estaba pletórico y apenas si podíamos rozar nuestros labios o nuestras mejillas: anoche les había enseñado a dividir por dos cifras con una mano al tiempo que las primeras sílabas de palabras nuevas con la otra y ahora tocaba comprobar sobre el terreno todos los logros, así es que los besos y las miradas de deseo tendrían que esperar hasta la cena siempre bien preparada por mi esposo, en la que también podríamos contarnos las confidencias con sílabas de sueño.

- Sí sí, doctor, ya me ha explicado que estamos ante un estadio precoz de la enfermedad, pero, ¿perderé los recuerdos?, ¿seré una carga para mis hijos?

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- Habría preferido que estuviese usted acompañada por alguien de su familia. No son noticias fáciles de dar, pero me alegra contemplar su entereza. Sólo le voy a decir dos cosas: la primera, que tendrá que acudir a revisiones periódicas para que podamos controlar la evolución de la enfermedad; la segunda es bastante más bonita de decir, ya que va a poder usted llevar una vida digna durante un tiempo importante, aunque no le pueda especificar de cuánto se tratará. Le ayudaremos todo lo que podamos para paliar cualquier síntoma que pueda notar, por eso la importancia de las revisiones…

                                                                         II    

 

              Aún no he olvidado el mar de confusiones que habitaba mi cabeza cuando salí de la consulta. Los recuerdos acaban por ser las últimas monedas que le quedan a nuestro cerebro cuando ya se ha gastado todo el tesoro que vamos acumulando hasta llegar a la vejez, son los pequeños garfios que nos siguen anclando a la vida y la sola idea de que se puedan convertir en un simple puñado de agua entre los dedos me produce auténtico pánico. Aún recuerdo la cara de compasión del médico después de intentar acariciarme con palabras de esperanza, de decirme que los medicamentos, al menos en esta fase de la enfermedad, la controlaban bastante bien, de consolarme con afirmaciones categóricas de que mi calidad de vida no se tenía por qué resentir, al menos en un periodo de tiempo más o menos largo, aunque indefinido. Aún recuerdo el temblor de todo mi cuerpo cuando me levanté de la silla y me dirigí hacia la puerta que se abrió, como por arte de magia, de la mano de una enfermera excesivamente simpática que parecía que hubiera estado escuchando la conversación al otro lado de la pared, su sonrisa repleta de un carmín rojo intenso que nunca me ha gustado para mí, sus ojos blandos, como queriéndose acomodar a la pena que pensaba que existiría en mi corazón. ¿Qué significará “llevar una vida digna”?, no paraba de pensar para mis adentros.

No sé si se ha puesto enfermo al decirme el verdadero alcance de mi enfermedad, incluso si le ha quitado hierro a su verdadera gravedad, pero yo no me tengo por tonta y sé calcular el verdadero peso de las palabras. Además, ya he tomado la decisión de que mi familia no va a saber nada de mi enfermedad, al menos mientras pueda disimular los síntomas que el

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médico me ha ido explicando con infinita paciencia en las sucesivas visitas: los momentos de olvido, los de no conocer a personas, los de no saber de lugares...

Lo que más me gustaba era esperarlo descalza, sólo vestida con una de sus camisas a las que tenía que doblar las mangas para que no me colgara por los brazos, que se desplegaba por todo mi cuerpo hasta debajo de mis rodillas. Escuchar su llave entrar en la cerradura hacía que mi corazón galopara como un potro desbocado mientras corría a la puerta para llenarlo de besos, sin darle tiempo a que dejara el maletín en el suelo, a que pudiera adecuarse a la nueva luz que latía detrás de mi mirada. En unos instantes le deshacía el nudo de la corbata y desabotonaba su camisa para poder acariciar el vello de su pecho. Me encantaba recorrerlo con mi nariz buceando por todas partes los restos de su perfume, sentir el cosquilleo que me producía, notar sus manos en mi nuca y parte de mi cara, mirarlo con ojos enamorados y dar rienda suelta al deseo que se desparramaba por todos mis poros.

- Mamá, ¿por qué no te buscas un “amigo”?

¡Estos hijos míos que sólo quieren mi bien, aunque nada necesito! No, no quiero amigo, mucho menos ahora; ni siquiera me he apuntado a baile porque no quiero que me pueda tocar de compañero alguien de mi edad. No sé, quizá soy un poco tonta, pero siento vergüenza de que me pueda coger y estrecharme en sus brazos, que pueda conocer algún secreto de mi cuerpo, aspirar mi perfume que cada vez uso menos, respirar mi aliento. Me pongo nerviosa de sólo pensar que me abraza y estrecha mis pechos contra los suyos. De jóvenes aprendíamos a escoger muy mucho al joven con el que bailar las canciones lentas y, aun así, disponíamos de técnicas de codo para defendernos del magreo. El “magreo, magrearse”: nunca me han gustado esas palabras, las encuentro soeces, vulgares, antipáticas. Pero con mi esposo nunca hubo lugar para los codos; aún tengo grabada a fuego la primera canción que bailamos: salí a la pista nerviosa, buscando el centro para confundirme entre la gente. Recuerdo su cara de sorpresa cuando lo abracé rodeando su cuello con mis brazos y me apreté contra su cuerpo de músculos duros. Ni siquiera sé si nos movíamos: estaba hipnotizada, mirándole a los ojos sin apenas pestañear, con una sonrisa boba que no podía evitar y con mis mejillas ruborizadas de lo que podría estar pensando de mí. ¡Cuánto lo he amado! ¡Cuánto lo amo aún!

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- Por nosotros no tienes que preocuparte. Sabes que nunca va a ocupar el lugar de papá, pero tanta soledad no puede ser buena y podéis ayudaros mutuamente. Aunque ya sabemos cómo eres…

“¡Cómo soy!”, me digo a mi misma cuando me quedo a solas con la noche: una pesada que no para de querer a un recuerdo que cada vez es más humo, una madre que quiere a sus hijos y a sus nietos más que a su propia vida, una anciana repleta de arrugas que no para de inventar para ellos juegos y situaciones divertidas, de comprarles chuches y libros repletos de vida. He dejado la pintura, las excursiones, los desayunos con las amigas que saben todo lo que ocurre en el pueblo y siempre me esperan para contármelo. No sé el tiempo que me queda de poder disfrutar realmente de la vida, pero sí estoy segura de que lo quiero vivir como yo soy: dedicándome a mis seres queridos, siendo pesada a cada instante, colmándolos de besos y de abrazos y de caricias sin límite, escuchando los amoríos de mis nietos, sus enormes ilusiones o sus insignificantes disgustillos por una relación que no ha podido ser… Estoy segura de lo que quiero y así lo quiero vivir, aún a riesgo de que me crean una pobre vieja algo tonta y despistada, enamorada de un esposo al que apenas visita cada año por Todos los Santos, pero que siempre está en su memoria; hacerles un jersey de lana, explicarles un poema de amor, cocinarles su comida preferida y que me riñan una y otra vez pensando que debería hacer muchas más cosas de las que realmente creen que hago, riñéndome con reproches cariñosos a los que yo siempre respondo con una sonrisa repleta de luz desde la punta de mi nariz, que apenas si ya consigue sostener mis gafas.

- Mamá, ¿no crees que eres una mujer algo aburrida?

Creo que realmente es así como soy: una mujer que siempre antepone lo de los demás a lo suyo propio, una mujer capaz de sentir los problemas ajenos como los más importantes, una mujer que siente los latidos que le afectan y quiere que le sigan afectando hasta el último suspiro de su vida, que disfruta de los hechos más insignificantes de sus seres queridos, de las confidencias adolescentes sobre sábanas aún sin manchar, de los proyectos importantes de los adultos entre mantas ajadas, una mujer que cada vez le da menos importancia a lo que piensen los demás de ella, sea lo que sea, digan lo que digan. Quiero seguir siendo así mientras la vida me lo permita: una mujer enamorada de un recuerdo que es cada vez más humo, una mujer algo boba y tediosa, pesada y monótona, llorona y soporífera, una mujer algo aburrida, una mujer felizmente aburrida.

 

PRIMER ACCÉSIT

 TÍTULO: DON ANSELMO

SEUDÓNIMO: SEÑORA WOOLF

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Aferrado al volante del Cuatro Latas Don Anselmo tomó las curvas de la destartalada carretera sorteando los baches como podía. Redujo la marcha, las últimas eses antes de llegar al páramo estaban más empinadas y al coche se le notaba la fatiga. Por fin tomó la última curva y puso las largas. Pudo ver como la recta, iluminada por los focos, se perdía en la negrura de la noche. Tenía cinco kilómetros por delante para darle cera y pisó a fondo el acelerador al tiempo que subía las marchas. De repente unos ojos amarillos y muy brillantes le miraron desde el centro del asfalto. A Don Anselmo le subió la adrenalina cuando se dio cuenta de que se trataba de una liebre que comenzó una carrera a la desesperada por la carretera.Puso el coche a todo lo que daba en su persecución dando volantazos a izquierda y derecha encomendándose a todos los Santos con la esperanza de no pasarle por encima con las ruedas. Súbitamente un golpe seco se oyó en los bajos del vehículo y supo que lo había conseguido. Se sujetó fuerte al volante y frenó en seco. Notó como su cabeza hacía un brusco movimiento de adelante a atrás y por un momento tuvo una ligera sensación de mareo. Presto se bajó del coche para tomar su presa. Cuando llegó a su altura estaba caliente, tan sólo tenía unas gotas de sangre en el hocico. ¡Qué contenta se iba a poner su hermana Marita cuando la viera! Ya se estaba relamiendo del guiso ¡tenía una mano en la cocina…!Y daba gusto ver qué maña se daba desollando, es que dejaba la carne intacta, sin un pelo, y la piel enterita. Cuando acabara ya se encargaría él de llevársela a Eliseo, "el

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Pellejero ”, a ver si le sacaba unas perras, aunque de un tiempo a esta parte no paraba de quejarse de que el negocio estaba decayendo. La verdad es que le encantaba ir a su casa, siempre impregnada por el fuerte olor de las pieles de oveja tendidas sobre las cuerdas. Le recordaba al olor del queso curado que hacía su madre, un olor agrio, como de leche fermentada, mezclado con el de la grasa de la lana, el de los propios excrementos del animal y el de las hierbas aromáticas en las que pastaban. Y en la época del esquileo, las decenas de fardos de lana apilados, esperando para ser vendidos a la fábrica de mantas de la capital, eran el lugar preferido de juegos de su numerosa prole que daban tantas volteretas y saltos sobre ellos como picaduras de pulgas recibían.

Cuando reanudó la marcha una sonrisa tonta asomó a su boca. Recordó a su padre repitiéndoles la hazaña de la caza del conejo usando tan sólo un poquito de pimienta. Contaba que molía unos granos y los ponía sobre una piedra, muy cerca de un majano, solo tenía que esperar a que los conejos salieran, olisquearan la especie y estornudaran golpeándose la nariz contra el peñasco cayendo fulminados al instante. Era tan fácil como salir de su escondite, abrir el morral y cargar la presa ¡qué guasón! Pero, por muchas veces que lo contara siempre conseguía que se rieran. Junto a él todo eran chanzas y, aunque el trabajo en el campo era duro, en casa siempre estaba dispuesto a la broma.

Contento como estaba el páramo se le hizo corto y enseguida divisó en el valle las cuatro luces anaranjadas del pueblo al que se dirigía y al que llegaría tras bajar por otro tramo sinuoso.

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Hacía cosa de una hora que Eduviges, “la Clavijas”, la del teléfono, había ido a su casa a darle aviso de que se le requería para una extremaunción en el pueblo vecino. No le dijo de quien se trataba. No se lo dicho, tenía fama de cucharona, de escuchar las conversaciones ajenas the conference, only that le esperarían in the plaza. Pero, él conocía a todos sus feligreses y sabía que la despedida iba a resultarle muy dolorosa. Era la parte que peor llevaba de su trabajo, nunca le fue grato administrar ese sacramento, donde estaba una boda o un bautizo…

Cuando encaró los chopos que flanqueaban la entrada del pueblo a un lado ya otro de la carretera ya se había instalado en su corazón la pesadumbre. Pudo ver un corrillo formado por cuatro mujeres sentadas a la fresca en el poyo de la casa de Genoveva, “la Marquesa”, que se ganó su apodo por tener una tez más blanca que la leche pues siempre que salía a trabajar al campo se tapaba para que ni un rayo de sol quemara su piel y así disimular su origen humilde ¡pobre ilusa! ¿A quién iba a engañar si todos se conocían?

Cerca de ellas, sentados en unas sillas de enea, parlaban sus maridos, cuyos cigarrillos prendidos, colgando de sus melladas bocas, les delataban. Don Anselmo pudo percibir que todos se giraban a su paso y ahí empezarían las cábalas sobre qué haría a estas horas por el pueblo.

Llegó a la plaza, un coro de niños corrieron hacia él a darle las buenas noches excitados por el sonido del vehículo. Era una novedad. Tan sólo había otro y pertenecía al Señorito Gregorio, único mérito en la vida era haber nacido en el seno de una familia pudiente, sin más deicio que vivir para gastar el cuantioso capital que sus padres le han dejado. La gente del pueblo decía

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que era tan flojo que ni siquiera se había molestado en buscar mujer para así no tener que cumplir con las obligaciones conyugales. Pero, Don Anselmo conocía su secreto.

Oyó como le llamaban desde la esquina del Ayuntamiento. Giró hacia allí su mirada y vio al señor Daniel haciéndole señas con el moquero. Don Anselmo, sintió como el alma se le rompía, cogió sus aceites y su estola y cabizbajo se dirigió hacia él. Sin poder articular palabra, con una ligera inclinación de cabeza a modo de saludo, el señor Daniel inició la marcha hasta su casa seguido por Don Anselmo. Cuando entraron Dionisia, “la Partera”, hecha un manojo de nervios calentaba agua en el mientras rezaba todas las oraciones que conocía. Se dirigieron a la parte de arriba de la humilde vivienda y postrada en la cama, empapada en sudor y sobre un charco de sangre entre sus jóvenes piernas, yacía pálida Teresita, la única hija del Señor Daniel, que con solo dieciocho años se hallaba a las puertas de la muerte.

Don Anselmo se le acercó, Teresita entreabrió los ojos dejando escapar una lágrima, asintiendo, dándole permiso para dejarse hacer. Al punto les dejaron solos.

Una hora después Don Anselmo, con el niño en brazos, bajó cariacontecido y todos supieron sin necesidad de palabras lo sucedido.

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En la cabeza de Don Anselmo golpea el sonido de la tierra al chocar contra la madera del traje eterno de Teresa.

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Recuerda, igual que si fuera ayer, como su primer oficio tras cantar misa fue darle pila con esa maraña de pelo negro que su madre culpaba de los ardores de estómago que padeció a lo largo de su embarazo. Fue sin duda la alegría de la casa. Una niña muy deseada pero tardía, tan es así, que a su madre le llamaban Damiana “la Machorra”, por lo que parecía su incapacidad para engendrar. Pero he aquí que se obró el milagro, tras tantas horas de rezos como de jodienda, y tras diez años de matrimonio sus padres lograron concebirla librando así a su madre del estigma de la esterilidad, pero, ni por esas de su cruel apodo.

Rememora Don Anselmo el día de su confirmación cuando les visitó el Señor Obispo y como los niños reían con la retahíla, año tras año repetida cuando se acercaba esa ceremonia, “el Obispo de Roma para que te acuerdes de mi toma” dándose un pequeño tortazo y corriendo unos tras otros. Siempre era igual, lo que empezaba siendo un juego irremediablemente terminaba en pelea. Alguno no controlaba sus fuerzas y arreaba un sonoro bofetón que marcaba el pistoletazo de salida para la gran batalla en la que mocos y llantos compartían un papel protagonista. Todo estaba permitido a excepción del uso del tirachinas. Nicolás, “el Pirata”, era la norma personificada desde una aciaga tarde en la que uno de sus ojos fue el blanco de la diana. Desde ese día únicamente se podía usar para arrearle a los pájaros. Con los tordos era fácil acertar pero darle a un gorrión tenía su miga. Ahora que había un ave intocable, la golondrina, sobre ellas les contaron que aliviaron el calvario de Cristo quitándole su corona de espinas por lo que se consideraba pecado mortal atizarlas. Mateo, “el Evangelista”, que maldita la gracia de nombre le pusieron, era el mejor disparando, donde ponía el ojo ponía el canto.

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Ahora que para diversión no había mejor entretenimiento que cazar pájaros a liga. No había casa que no tuviera un jilguero alegrando con sus trinos el hogar.

También le viene a la memoria su Primera Comunión, tan menuda vestida de blanco era como un angelito ¡cómo comieron aquel día!

En el mes de las flores nunca le faltaba a la Virgen un collar de margaritas que Teresita le hacía, primero recogiéndolas en la era tras salir de la escuela y después, armada de una paciencia infinita, poco común para una niña de su edad, cosiéndolas una a una con una hebra larga que después anudaba alrededor del cuello de la imagen ¡era tan graciosa, hasta dedal se ponía! Y la recuerda cantando “venid y vamos todos con flores a María, con flores a María que nuestra madre es” con los ojos muy brillantes producto de la emoción.

Y domingo tras domingo le vio crecer y convertirse en una preciosa mujer destacando sobre el resto de muchachas de su edad por lo buena chica que era, muy discreta y hacendosa. Su madre, la Señora Damiana, les dejó pronto. Teresita tan sólo tenía doce años cuando le dio un paralís y después de un mes encamada e impedida abandonó el mundo de los vivos cumplida su penitencia.

Don Anselmo, a los pies de la tumba, levanta sus ojos de la tierra removida y observa a todo su rebaño. Están todos, han venido a dar su último adiós a la muchacha ya acompañar a su desolado padre.

Los hombres con sus boinas entre sus rudas manos como muestra de respeto. Sus frentes blancas, que tanto contrastan con el resto de su tez, surcadas por líneas de arrugas horizontales como si el trozo de tela, manufacturado en Pradoluengo, fuera una tuerca que se les enroscara completando así todos los elementos de sus engranajes. Una excepción del

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Señorito Gregorio, por supuesto, que siempre gastó sombrero y que también reposa entre sus delicadas y níveas manos. Don Anselmo sabe que es solo un gesto, que en cuanto salgan del camposanto no perdonarán a Teresita que haya tenido un hijo de moza y que correrán las chanzas y los cantares a consta de la pobre chica.

Por otro lado las mujeres, de riguroso luto y tocadas por finos velos, lloran como plañideras una muerte que les es ajena. Una muerte culposa que ellas, como juezas supremas, dan por bien merecida por haber sucumbido al pecado carnal. Ahí tienen la lección cruel para sus propias hijas, para que guarden su honra hasta el mismo día de su casamiento si no quieren correr su misma suerte.

Los pocos mozos que aún no han abandonado el pueblo, bajo la esperanza de progreso por los jornales mensuales y fijos de las fábricas de Bilbao, no paran de preguntarse quién habrá sido el afortunado que ha podido retozar con la difunta. E intentan recordar con quien le vio en el baile más apretada de lo normal y se miran unos a otros para ver si algún gesto le delata.

Y entre las mozas que aún quedan, aquellas que aún no se han decidido por ir a servir a la capital, alguna se revuelve nerviosa; la ignorancia en la que viven, levantada por el ferreo control de la Iglesia en el sistema educativo, hace que teman por el resultado de los besos robados en el pajar. No rezan por la difunta, lo hacen por manchar también este mes.

Para los niños todo es un juego. Los chicos han peleado por hacer de monaguillos porque mientras se avían para el oficio en la sacristía siempre escamotean una hostia sin consagrar que se les pega seca al paladar. Tiene un

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sabor rancio, no muy agradable, no obstante, la toman como el mejor manjar porque les está prohibido. Y para que cuele, le pegan un trago a la botella de vino. Luego pavonearán delante del resto de chiguitos sobre quien ha dado el trago más largo. Don Anselmo se hace el tonto ¡cómo si no viera lo que baja la botella! Pero a veces es necesario mirar para otro lado y hacer como que no ve.

Mientras, las niñas, pegadas a las faldas de sus madres, miran sin entender muy bien que está pasando. Ven al Señor Daniel con un recién nacido entre sus brazos, les han dicho que es su abuelo pero eso es imposible porque solo pueden tener hijos las mujeres casadas y Teresita no tenía marido ¡estos mayores se creen que son tontas!

Después posa sus ojos en el Señor Daniel. Le ve aferrado a su nieto, abrazándole muy fuerte. Sabe que con ese gesto está mostrándole al pueblo que ahí está él. No ha permitido que ninguna mujer lo porte, es suyo y él se va a encargar de darle todo cuanto pueda, aunque no sea mucho. Grandes lágrimas surcan su cara pero Don Anselmo está seguro de que de este golpe, como de los demás que ha recibido, se va a reponer, va a salir adelante. La muerte es una parte activa de la vida, un paso obligado, aunque, las más de las veces llega a destiempo, pero en todas las casas, en un momento o en otro se ha cernido la tragedia. Un catarro mal curado, un cólico miserere, un fatal accidente… Muchos niños sucumben en sus primeros días, como si sólo los más fuertes, aquellos que tienen asegurada su existencia en ese medio duro, pueden salir adelante.

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Don Anselmo sabe que tiene mucho trabajo por delante. El Señor Daniel es terco como una mula pero en su pecho alberga un gran corazón y es un hombre práctico que sabe lo que más le conviene. Desde que murió Damiana, hace ya seis años, ha intentado convencerle de que se junte con Guillermina, “la Sargentona”, pero él siempre lo rechazó, no creía que fuera buena idea desposarse con una mujer que tuviera más bigote que él y Teresita ya manejaba la casa como una mujer hecha y derecha. Ahora la cosa ha cambiado y un hombre sólo con un crío recién nacido está perdido, no va a tener más remedio que claudicar. Además, Guillermina, aunque poco agraciada, es una buena mujer que toda su vida la ha dedicado a cuidar de sus hermanos, hasta que fueron casándose, y de su padre. Fue su destino. No tuvo otra opción, estaba escrito desde que su madre, cuatro días después del nacimiento de su hermano pequeño pereciera a causa de unas fiebres altísimas dejando como único legado terrenal seis críos de edades comprendidas entre los once años de Guillermina, la mayor y única hembra, hasta el recién nacido. Así que, aunque no haya tenido hijos sabe de sobra como cuidarles. Además, ahora ya sólo se encarga de su anciano padre, pero, sabe que a este ya no le puede quedar mucho tiempo y que pronto será una mujer solterona y sola a la que hay que buscar una solución para su sustento.

En cuanto acabe el oficio se hará el encontradizo con Guillermina y le comentará sus planos. Ella sabrá de antemano que de nuevo no tendrá opción, que otra vez decidirán por ella, y en su fuero interno deseará que Daniel acepte, ser por primera vez, a sus treinta y ocho años, la dueña y señora de su casa. Es verdad que el Señor Daniel le lleva diez años pero aún es un hombre sano, fuerte y trabajador y, en todo caso, no hay muchas más opciones en el pueblo.

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Por la tarde se pasará por casa de él y sin florituras irá directo al grano. El tiempo del amor adolescente pasó, él tuvo la suerte de encontrar casado con Damiana, pero, ahora le toca tomar una decisión sensata basada en lo mejor para su nieto y pondrá ante sus ojos la mejor solución, la única solución. Un acuerdo que beneficiará a todas las partes.

Hablará con la Señora Felisa, “la Coneja”, para que amamante al recién nacido al tiempo que lo hace con su hijo. La parroquia se hará cargo del arreglo, qué menos podría hacer Don Anselmo dadas las circunstancias.

Por último, cruza su mirada con Matías, “el Chico”. Tiene cerca de treinta años, pero, nació inocente. Su padre no respetó ni el embarazo de su mujer y día tras día la molió a palos. El chaval lo pagó con un severo retraso y él con la imagen de ella colgando de la viga maestra del desván cuando fue incapaz de soportar un golpe más. No pudo darle tierra en sagrado pero ella descansa en paz, a nadie le cabe duda. Matías tiene un gesto de sorpresa permanente con los ojos y la boca muy abiertos y la lengua ligeramente sacada reposando sobre su labio inferior. Pese a ser corto de mente es largo de trabajo y fuerte como un toro. Y, sobre todas las cosas, todo lo sabe y todo lo calla. Mantiene fijos sus ojos en Don Anselmo y este, avergonzado, sin poder sostener su mirada, agacha la cabeza y, mirando la tierra, retoma sus rezos.

SEGUNDO ACCÉSIT

TÍTULO: VIVENCIAS

SEUDÓNIMO: GÁRGOLA SILENTE

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Me enteré del fallecimiento de Damián por una llamada de María. Embargado por la nostalgia y sin pensármelo, después de conducir ocho horas he regresado al pueblo para asistir a su entierro. La muerte le sobrevino cerca del angosto caserío cuando regresaba a él por primera vez desde su lejana partida ocurrida hace cinco décadas. Llegaba andando, derrotado, maltrecho.

El aire de la casucha donde habitó sigue siendo el de aquella época, un espacio de cinco por seis metros, parcelado por harapos. El espacio huele a amasijo de orines de gato, a excrementos varados en el tiempo. Sobre un jergón desvencijado yace Damián, Disfrazado de señorito de cuerpo presente, envuelto en lutos ajenos, que le puso con dificultad María después de fenecer. Se le ve tan poca cosa… es como un pobre pretexto. Su oportuno amén de siempre reducido a guiñapo inhábil, a despojo abatido en plena deserción.

Ay, Damián, que siempre fuiste un desastre para todo, acuérdate si no del hambre que pasaste aquellos primeros años con tus melenas de hippy, vendiendo collares, pulseras, aderezos de cuero y alambre de cobre en Ibiza; todo ello antes de convencer al anciano campesino para que te alquilara el molino junto al mar y, una vez convertido en chiringuito, con el trabajo de María y los demás, escalar a la efímera opulencia. Acuérdate a partir de ese día de los buenos tiempos en Ibiza, y de la abundancia que te

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hacía bella la vida; ya no tuviste que arrastrar la culera buscando colillas de “maria” como al principio. Ay Damián, lo que es la vida; ahora, aún con los ojos cerrados adivino tu mirada diciéndome qué se le va a hacer, que no todo va a ser puestas de sol junto a la playa envueltas en música, champán y hachís. Sí, Damián, menudos tiempos, menudas noches y menudos amaneceres; lástima que no fueran para siempre.

Miro y cruzo un gesto con María, tu perenne compañera, el amor eterno que siempre se iba y volvía como una ola de mar para morir en tu playa, para perdonar tus desatinos. Ella, tu eterna enamorada, me responde con el brillo de sus ojos ajados, desbrozados por la vida. Emocionada por mi presencia, contempla cómo miro tus pies hinchados y descalzos, sucios, semejantes a los exvotos púnicos y, como ellos, roídos por una larga existencia. Estos pies desnudos son dos milagros con respingo de exequias, las dos plantas de terreno sobre las que cultivaste tu existencia hasta que la cabeza se negó a que caminaras sobre ellos y comenzó a obligarte a ir arrastras.

Ay, Damián, desde estos instantes luctuosos tendrás que aflojar las riendas de tus raíces y labrar tu existencia en los campos del vacío, en el caos eterno de las estrellas donde sólo advertirás sus destellos. Aquí, ahora, no doblan a muerto las campanas del pueblo –porque las robaron-, no arden con llanto de fuego; huérfanas quedaron las espadañas, como los lugareños, se fueron o se las llevaron.

¡Cómo pasa el tiempo! Con un pañuelo liado sobre tu cuello para mostrarte elegante, ahora, más pareces un dandi del más allá. Lejos quedó aquella época en que te cortaste el pelo, lo engominaste y, con un traje de rayas, una flor y unas gafas ahumadas de carey ibas de farra en farra con la alta sociedad que, paleta, desembarcaba en la isla con ganas de comerse la noche, beberse el mar y fumarse hasta las chumberas… y no es que yo te envidie, que sí, que algo te envidié por la vida que llevabas, es que ahora no

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tienes más que verte peripuesto como si meditaras, tumbado con las manos sobre tu pecho como te colocaron tras el óbito, y, qué decir de ese pedazo enorme de hebilla del cinturón que te atiranta el pantalón hacia arriba, dejando visibles los negros nubarrones que envuelven tus míseros zancajos y contrastan con el color maldito del “nunca jamás” de tu cara.

Qué cruel la vida para algunos Damián, qué efímera la alucinada felicidad aquella que alcanzaste en el viejo chiringuito del molino con el contrabando de la bebida y el tabaco, no, la droga, no, sólo era para consumirla, no para hacer negocio, como tú siempre decías. Whisky de Escocia y rubio americano; algunos buenos aparatos de música y relojes de marca. Todo de calidad garantizada. ¿Llegó la mercancía? – Preguntabas- pues qué bien. Y te enfrascabas en escuchar música; no la de Pink Floyd o Jethro Tull como siempre, ahora sólo discos de Wagner y Tchaikovski. Sinfonías que te adentraban en la meditación sobre sicología y cultura, aunque la tuya era la que te daba la vida, aderezada con revistas y fascículos de Historia y Geografía, de Arte y de Cine, bueno, de cine la tira, visionabas todas las cintas de Cinecitta, de Hollyvood, de la Metro, Century, Warner, Paramount, visionabas todas ellas como enciclopedia de la vida… ¿De qué te sirvieron? Sólo tú lo sabes.

Perdona Damián, por recordártelo, pero, un día como hoy, tú te acuerdas, nada más dar tierra a Juan “el bizco” que murió de tuberculosis y hambre, cuando regresamos al pueblo os fuisteis la mayor parte de los jóvenes. En unos hatillos os llevasteis todo cuanto pudisteis llevaros. Corrimos tras de vosotros, pero no quisisteis volver, y tú caminabas gritando más que nadie que no volverías a pisar este pueblo de mierda. Vimos la nube de polvo que levantasteis. Nadie regresó. Al poco, nos fuimos todos los que quedamos. ¿Dónde íbamos y tan de pronto tantos? Se preguntaban los mayores. El mundo es muy grande. De aquí, así, sin más, nos arrancamos los jóvenes y nos

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traspusimos a otros lados echando raíces. Los mayores se quedaron asombrados, de verdad. Todos nosotros dejamos una miseria para meternos en otra miseria y, además que no conocíamos. Aquí nos mataba el hambre, pero, por ahí había otras hambres y miserias, y si algunos no las pasamos, criamos otros sinsabores. A mí, como a todos nosotros, se nos hizo difícil dejar este pie de vida y de muerte, el nido de la desesperanza, el sudor de nuestros padres y abuelos, el de nuestros ancestros, la camada de nuestras gentes, las alegrías y las penas de nuestros campos, por los que hemos ido y venido de niños y adolescentes. Del mirar de nuestros mayores al cielo para rogar que germinaran las simientes; aquí contemplábamos con desespero el desprecio de las estaciones, aventando sospechas de reveses o, del acariciar esperanzas que jamás cuajaban. Se nos hizo muy duro salir al encuentro de otros páramos. Tú, Damián, te fuiste, todos nos fuimos, ya ves.

María se vuelve hacia mí y me habla con suavidad: –Jose, él sabía que vendrías a su entierro.

Remiré las viejas baldosas de la estancia, todo aquel olvido amontonado de polvo y tierra que habitaban las casas abandonadas del pueblo, y pensé en la penosa travesía de la juventud saqueada por la sed y la huida, el majestuoso fósil del desértico campo convertido ahora en monumento al desconsuelo. Y rememoré aquel día de la huida después del entierro de “el bizco”. La luz sobre la comarca, cada día era más enconada. Una pared de neblina como yeso, de resultas de la calima que cegaba los horizontes. El pueblo había desaparecido en las fauces de un fuego, de una sequía que duraba ya trece meses. “No lloverá, -se decía por el pueblo-, no caerá una gota jamás”. En el vasto secarral rebotaba el sol hasta hacerlo hervir como borbotones de lava. Los cardos borriqueros se quebraban a media asta y al roce con el suelo ardían en llamas. Se dejaron de ver pájaros. El último gorrión revoloteó un día desquiciado, sin tino,

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ofuscado por el sol blanco de la sequía. Con esta naturaleza, sólo el fruto del hambre y de la tuberculosis nacía en todas las partes, en los campos ardidos, en la atmósfera exánime, en la noche con que la muerte nos había envuelto con su enredadera. El pueblo se sumió en un silencio que corrompía la esperanza de los moradores, una muerte silenciosa que caminaba agazapada, hacia nuestro anhelo, a la caza del final de nuestra paciencia. De nada sirvieron las rogativas y paseos del santo, porque sólo acudían a ellos los jinetes del apocalipsis sangrando estruendos devastadores, aquí sólo había muertos esperando a la muerte.

Damián, tú sabes mejor que nadie, que ya no manan las cien fuentes, porque las corrientes del agua, aquellas que bañaban estos predios, dieron un rodeo y pasaron de largo, pero, ¿Dónde iban los sudores de nuestro trabajo para que sólo germinaran los árboles de sal? ¿Qué pudimos hacer? ¡Nada! Por eso nos fuimos lejos, a lugares donde la gente no sabía para qué sirve la lluvia pues no era esa su zozobra.

Hoy arrastro nostalgias de nuestra infancia párvula, Damián. Hoy que te llevaremos calleja arriba en soledad hasta el cementerio, arrastro recuerdos de arenques en papel de estraza con polvo de aire abrasador, feroz espejismo marino en el secarral de mi boca niña. Arrastro cálidas ventosas, cultivadas en mi espalda, como calenturas heladas envueltas en cristal para ahuyentar la enfermedad. Nostalgias de lejanos seis de eneros con estertores de mágica esperanza que concluían en zozobras y llanto. Juegos de niñas en corro, unidas sus manos, danzando sus pies todo candor y corazón, cantaban que querían ser más altas que la luna, poder llegar hasta ella, pero, las abrasó el sol. Y los muchachos en grupo corriendo detrás de un balón hecho con lana y revestido de saco, no sé si éramos buenos o malos, pero, que yo recuerde, no logramos nunca meter un gol al arco iris… hasta este fenómeno del pueblo huyó.

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Aún guardo la foto que nos hizo aquel extranjero junto al arroyo y, que un día un desconocido cartero nos la entregó. Ambos estábamos con una lata mohosa al acecho de cualquier renacuajo. Esta foto huele a paja ya seca, A cebada fría huele. A surco en barbecho. Está de color sepia, es un alegre testimonio tostado por el tiempo.

Sé, porque me lo contó Manolo el de los perros, que en estos últimos años te veía entre estampitas, tirado en el suelo con el desmoronamiento de una marioneta y, la mano extendida a lo que caiga o deje caer la providencia, haciendo jornada laboral en las misas, rosarios y triduos de Santa Eulalia. Templo en el que ejercías la práctica de la misericordia. Y que fuera de horas sacras, recibías algunos auxilios del clero que os permitían vivir a ti y a María, en un desvencijado torreón almohade de las afueras. Quién te iba a decir que acabarías así, sobre todo tú, que nunca creíste en Dios, sino en la sublime filosofía de un judío mal comprendido, que les cantó las cuarenta a los que engañaban con tanto incienso y parafernalia. También me dijo Manolo, nuestro paisano, que te gustaba estar allí, en el interior del templo, que el olor a cera quemada inclinaba cabezas y bajaba voces, que no tenías psicosis religiosa ni entrabas en trance, pero, que allí olía a Dios, porque Dios, estaba allí.

Hora es ya de que te diga cuanto amé a María, tu eterna amante, la que siempre te siguió, la que hoy te entierra. Esta ruda talla aquí presente, imagen de vivencias agresivas, esta masa de carne aventada de suspiros, esta carne clavada en disgustos, esta carne que como nadie ha capeado tus vientos y mareas, carne desgarrada, carne enamorada. ¿Recuerdas? Ambos íbamos a buscarla a aquella casita que era como un cubo blanco con llagas de barro y heridas de aloe. Dentro, sólo había oscuridad y sombras que nuestros corazones iluminaban con amor. Era luz de ebrias luciérnagas habitando en estómagos hambrientos. El amor que yo sentía por María, era una voraz enredadera de albahaca y yerbabuena. Anhelaba morder con lujuria aquella fruta

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madura. Besar sus labios dorados de ángel que olían a pan y sabían a gloria. Los latidos de mi corazón rebotaban de monte a monte. Pero, te eligió a ti, Damián. Y María te siguió hasta las mismísimas puertas del infierno… ¡Qué amor más grande el suyo! Muchas veces, tristes veces, mis lágrimas por ella eran un mar embravecido que anhelaba repuesta al desamparo. Desvalido os miraba, esperando angustiado el día de la zozobra, allí donde vuestra unión fuera para mí una felicidad engañosa con olas que engullirían mi alma. Pero, aunque nunca os casasteis, nadie ni nada os separó. Ni siquiera los últimos y difíciles años

Oye, Jose, ¿por qué no rezas un padre nuestro? –me insinúa María.

Tras la oración, María, sentada sobre el arcón del principio de la soledad, está sin norte, transita el desierto extraño que la cobija en el más ingrato de los abandonos -la muerte-, bajo una fría incertidumbre. ¿Qué hará ella ahora? María, inquieta, solicita el amparo de la negación para rendirse al instinto vivificante de las lágrimas, urgencia que, al fin, calma el malestar de la resignación. Conmovido e incapaz, presencio su llanto. Pero María es fuerte, de improviso, se inclina, besa el rostro de Damián, acaricia sus manos en un ímpetu afectuoso para aliviar su dolor, pero, gime una y otra vez ante la evidencia y la turbidez de la muerte. Me mira, y en su inmensa mirada comprendo que, ante ella, como ante mí, se precipitan una avalancha de vivencias comunes de los tres, olvidadas, fenecidas en la adolescencia. Los gestos de amistad, las peripecias cachondas, incidentes de cualquier tipo, los dimes y diretes, el roce de cada día, aquel beso largo y profundo que nos dimos en la fuente del tejar, -aún niños-, ¿todos estos recuerdos fueron realmente así o es la quimera de hechos deseados?

El camposanto, abandonado desde que nos fuimos todos, denota que hace muchos años que no recibe visitas. Ahora es un lugar lleno de hierbajos y rosales bravíos. El

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tapial, posee aún, en el cabezal de la entrada, una pupila de tres ángulos por la que huye la esperanza con rumor de “dies iraes”. Triángulo al que de niños nos gustaba apedrear, puede que como rabieta por saberlo lugar de futuro encierro. María corta unas rosas silvestres y las deposita sobre el improvisado y humilde ataúd. Si ella hubiera podido llorar, lo habría hecho, pero, desde que llegó a este secarral, ha llorado tanto que, ya no le quedan lágrimas. A mí sí, me brotaron por primera vez desde mi llegada las lágrimas. Lloré hasta que me abrasaron las pupilas, buscando refugio en la amargura melancólica del alma que calla, contempla y se estremece en los recuerdos.

Allí mismo, en el campo santo, me despedí de María con un beso y un fuerte abrazo por los siglos de los siglos. Mientras me alejaba en el coche, pude contemplar que el pueblo era como una teta blanca, reseca, cuyo pezón es un desmochado campanario. Allí se quedaba mi infancia, mi adolescencia y, aquel gran amor que murió sin germinar, como murieron allí tantos y tantas cosas.

PREMIO ESPECIAL AL GANADOR LOCAL

TÍTULO: LA CAJA DE CAMBIOS

SEUDÓNIMO: CANTARRANAS

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Primera

Eran tiempos en blanco y negro, de pan untado en vino peleón, de sabañones y beso en el anillo. Tiempos de carestía y eucaristía. Días de estraperlo y cartilla de racionamiento. El capítulo reservado a las mocedades de nuestros abuelos. Años para olvidar que jamás se olvidarán. Hasta que una mañana de verano algo nunca visto apareció por el pueblo. Los chicos jugaban a churro en la plaza y las chicas saltaban a la comba en el atrio de la iglesia: “Al cocherito leré, me dijo anoche leré, que si quería leré, montar en coche, leré…” Eumelia, la hija del cabo, fue la primera en dar el aviso. Según ella, ya había visto alguno parecido en el pueblo dónde habían estado anteriormente. Nadie la hizo mucho caso, pues era vox populi que su padre andaba todo el santo día esperando el ansiado ascenso a sargento, y con los galones el posterior traslado a una capital, donde podrían ver muchos más. Y además era un poco mentirosa. Para el resto de niños era el primer coche que se veía por las calles del pueblo. Después de aparcar junto a la fuente, un hombre descendió del vehículo y entró, acto seguido, al ayuntamiento. En la hora larga que permaneció allí dio tiempo para que media población se asomara a fisgonear; unos, como Carmelo Matasnos, a alabar los chapeados; otros, como Rompepucheros, a ponderar el motor; los gemelos Macías no perdieron detalle y un

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perro levantó la pata con parsimonia y meó en la rueda trasera derecha. En esa hora todos se aprendieron de memoria la matrícula del coche, el color y los detalles que saltaban a la vista: el cuentakilómetros, la maneta de los cambios, el maletín en el asiento trasero, el rombo en el morro frontal, el escudo de Valladolid en el centro del volante… Hasta que Carmelo se hizo cargo de las operaciones y empezó a contar algo que le había contado su cuñado que le había oído decir a uno que sabía de buena tinta.

–Estos cacharros los fabrican en Valladolid. Ahora han dejado de repartir la leche en tartanas y lo hacen en furgonetas, por eso los de allí andan tan esmirriados. De la burra se saca leche, pero de esto… ¿qué se saca?

Eso dio pie a todo tipo de comentarios: que si para ir al pueblo de al lado se llegaba antes en mula, que si había que empujarlo para ponerlo en marcha, que si era el futuro. Ahí se callaron todos. Al futuro ni tocarlo, que estaba más lejos que Madrid, que ya era decir. Cuando ya tenían perfectamente elaborado el catálogo de excelencias, el conductor salió por la puerta del ayuntamiento acompañado por el alcalde. Sonreían y se daban palmadas como antiguos compañeros de armas. El corrillo se fue abriendo para que por él penetraran el futuro y la autoridad local. Don Calixto se situó delante del coche, tomó aire para inflarse un poco más y soltó su pequeño discurso de todos los días.

–Un Renault 4 CV. Sí señor, hecho en Valladolid, como Dios manda. Algún día yo tendré una maravilla así.

Después le dio la mano al forastero y se quedó allí plantado, brazos en jarra, como esperando a que llegara el día que había vaticinado. El hombre montó en el coche, metió la llave en el contacto y arrancó a la primera. Algunos miraron a quien pretendía arrancarlo a tirón para recriminarle su burricie. Estaba claro que en la capital las cosas no se hacían igual que en los pueblos. De repente el futuro se alejó de nuestras narices. Una ventolera de polvo acompañó al coche hasta que se perdió por el camino del Calvario. Una ventolera y quince o veinte chicos que fueron saludando al forastero con tanta alegría como extrañeza. Cuando, por fin, el coche aceleró y le perdieron de vista, una niña se quedó parada mientras los demás aspiraban el polvo levantado. Aquella niña fue la única que en ese momento supo vaticinar el futuro. Verlo con sus propios ojos. El futuro se alejaba de su vista como una estrella fugaz en el firmamento.

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Al día siguiente todo el pueblo se enteró de aquella inusitada visita. En el tablón de la puerta de la Casa Consistorial una hoja detallaba el motivo. “Se hace saber: que todo aquel que quiera apuntarse para trabajar en la factoría de automóviles FASA, sita en Valladolid, se persone en las oficinas del ayuntamiento”. Por fin, el progreso llamaba a sus puertas, a sus casas de adobe cocido y tejados de madera de pino. No hubo uno sólo de los habitantes del pueblo que no se pasara por el despacho del alcalde para pormenorizar el asunto. Quien más quien menos se informó, opinó, comentó, sopeso y decidió. Al poco empezaron a enfardar los primeros desertores del arado. Fue el inicio del éxodo rural, antes de la expansión industrial de principios de los sesenta.

Segunda

–Algún día, y espero que ese día llegue pronto, las calles del pueblo se cubrirán de brea para que por ellas puedan circular personas, bicicletas, carros y vehículos, sobre todo vehículos –don Calixto, trajeado como requería la situación, levantó las manos para hacer callar a la gente, congregada en la plaza.

–¿Y tractores, señor alcalde, también pasarán los tractores por esas calles?

–Los tractores quietos en los corrales, o si no al campo, que hay que sacar el país adelante. Aquí, en el pueblo lo que hacen falta son vehículos, que entre la modernidad, que el desarrollo sea esa ráfaga de aire fresco que necesitan nuestros pueblos para salir adelante –al rato el alcalde se subió al R-4 y se marchó a la capital. Con él iban su hermano y un sobrino. Los primeros operarios del pueblo que fueron admitidos. Ese día entraban de noche. Allí, en los talleres del Paseo del Arco de Ladrillo, les esperaban ocho horas de trabajo, llave en ristre, más de mil cucas al mes. Después, no fue otro que Carmelo Matasnos, el que entre chato y chato empezó a desarrollar todo tipo de ideas, despachándose a gusto contra tanto progreso.

–Sí, claro, como si todos pudiéramos comprar un jondere. Y las mulas para cecina.

Al alcalde y sus familiares se les irían uniendo poco a poco otros pasajeros de aquel progreso que viajaba a la velocidad de la luz por carreteras polvorientas. Nada ni nadie sería capaz de detenerlo. Una recomendación al encargado bastaba para enchufar a un hijo, o a un primo o a un hermano que se había quedado viudo y quería mitigar las penas lejos de las cuatro paredes de la alcoba de casa. Los que renegaban

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del progreso no terminaban de comprender que encontraban aquellos prófugos encerrados en una nave. Demasiado ruido, decían, como para enterarse uno de las cosas. Y sin poder moverse del puesto, mascullaba otro, escupiendo el trozo de paloduz que había arrancado por la mañana, con la fresca, junto a la vereda del antiguo molino. A ellos no les cogerían con tamañas bagatelas. Su lugar estaba allí, en el pueblo que les había visto nacer, en la casa que les había visto crecer, en las tierras que habían encallecido sus manos y encorvado sus espaldas. En las calles donde habían jugado y en la iglesia donde habían sido bautizados, se habían casado y serían pasaportados para el camposanto. Que de allí ninguno escaparía, por mucho coche y mucho progreso que se quisiera tener. Luego, pedían una ronda y se atizaban el vaso de un trago. Directo al buche, sin contemplaciones.

Al fondo de la barra, un calendario atrasado de 1960 les recordaba que el tiempo a veces también se puede detener. En él, un Gordini Dauphine rojo circulaba por una carretera francesa, flanqueado por pinos y abetos, al fondo la silueta de una montaña. Afuera, en la calle, el asfalto clamaba por barnizar la tierra que habían conocido así toda la vida. Total, si lo decía el alcalde, es que era lo más conveniente para todos. Después, cuando se hacía de noche, el Gordini aceleraba para perderse por las carreteras impolutas de aquellos países que, detrás de los Pirineos, prosperaban a marchas forzadas. Y de esa forma, el pueblo empezó a perder efectivos. Había que ser muy bruto para no ver lo que el futuro te plantaba delante de las narices. Una vida diferente alejada de los atrasos en que llevaban sumidos los pueblos toda la vida. El automóvil era la disculpa y el motivo. Alguien lo había inventado para que las personas se desplazaran a otros lugares. Si no querías estar en una parte te podías trasladar a otra. Eso era el progreso. Lo demás pertenecía al pasado.

Tercera

Con los años llegó el color, la lavadora, la minifalda y la canción del verano. El pueblo se fue vaciando poco a poco, aunque los que marcharon a la capital regresaban todos los fines de semana, puntuales, a dar cuenta del lomo de la olla. Por las noches dormían a pierna suelta, los coches aparcados a la puerta de casa y los perros ladrando de compromiso. Ni comparación con la ciudad, decían las mujeres, que acudían a misa

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recién hecha la permanente y con blusas estampadas de Galerías Preciados. Pero era cuando se formaba el corrillo en la esquina, a la sombra de un olmo centenario, cuando más se notaba la diferencia. Las costumbres no eran las mismas en un piso de la Rondilla que en la casa del pueblo. Los hijos de unas habían nacido ya en la capital y acudían al médico cada vez que un catarro se cruzaba en su camino. Los hijos de otras seguían cambiando tubos al atardecer y se curaban con barro las picaduras de las avispas. Y no hacía falta mirar la forma de vestir para saber quién era quién.

Lo que cambia tener estudios, decía el cura, cuando se cruzaba con una de aquellas mujercitas educadas en un colegio de monjas a las afueras de la capital. La educación es lo principal, las sermoneaba a las madres sentadas a la fresca, y de esta forma trazaba una raya imaginaria entre las que tenían que servir a sus padres y hermanos y las que solo tenían que rendir cuentas a la santa madre iglesia. O eso pensaba, que vete tú a saber si no eran estas después las más descarriadas. Con los años, los fines de semana se fueron espaciando cada vez más. Primero cada quince días, después una vez al mes. Por último, sólo había jolgorio en verano y Semana Santa. Y el día de todos los Santos a poner unas tristes flores al cementerio. Llegaban, daban cuatro besos, comían y se volvían a montar en el coche. Salían zumbando levantando ampollas en la gravilla que poco a poco empezaba a descascarillarse. Los tractores habían terminado por adueñarse de los caminos y las calles. Normal, ya no se veían mulas por el pueblo. Todas habían acabado convertidas en chacina.

Después llegaron las primeras vacaciones en la playa, con la baca atestada de maletas, la nariz pegada al cristal trasero del R-12 ranchera y las suecas en bikini. Morenas todas ellas, señal de que, aunque muy suecas no fueran, no tenían recato en lucir su bronceado playero.Y aquellos nombres tan exóticos: Benidorm, Peñíscola, Gandía, Calpe… lugares donde no mandaban los santos ni las toponimias campestres. Municipios de gentilicios imposibles donde todo era posible. Claro que allí sólo podían ir cuatro afortunados. Los de la FASA entre ellos, que para eso todos tenían coche y buena nómina. El resto del pueblo a verlas venir. “¿Qué se les habrá perdido allí?” Decían las beatas al salir de misa, con el mismo peinado de siempre, el de los días eternos y las fiestas de guardar. Enlutadas algunas, sin atisbo de velocidad en sus caras, que se habían detenido en el limbo oscuro del confesionario, cómo se detenía el agua estancada en el pilón de la fuente.

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Mientras tanto, en el bar la misma rutina, los hombres apuraban el vaso de vino silenciosos. Conscientes de su atraso. Esperando a que en cualquier momento llegara el futuro y los engullera como si fuera un sinfín cargado de cereal, de trigo dorado de una Castilla macilenta. Y así surgió, también, una nueva raza de hombres y mujeres que seguían aferrados a sus costumbres y se resistían a pasar por el colador del progreso. Eran, sin ellos saberlo, los últimos resistentes. Supervivientes en potencia de un mundo y una época que estaban condenados a desaparecer. A ellos nadie les había pedido opinión, y por eso seguían viviendo como siempre lo habían hecho, trabajando de sol a sol, manteniendo costumbres, tradiciones y ritos. Y la velocidad no contaba dentro de su pequeño mundo, cada uno hacía las cosas a su ritmo, el que marcaban las estaciones y la tierra. El ritmo de la vida. La única vida que habían conocido.

Cuarta

Todo el verano discurría con el mismo trajín. Coche para arriba, coche para abajo. Cuando no eran las fiestas de Renedo, eran las de Peñafiel. El hijo de Carmelo, al que la remolacha le había atado al pueblo como las garrapatas se pegaban a los perros de Nicasio, el pastor, se compró un R-5 amarillo de segunda mano y todos los fines de semana andaba de picos pardos.

–A ver si se echa una novia –decía su madre.

–A ver si no se deja los cuernos por ahí en alguna cuneta –decía el padre.

El R-5 no corría, por eso casi siempre salían a palos con algún chulo de la capital que veraneaba en el chalet de sus abuelos. Carmelín decía que si les miraban mal, como si fueran unos palurdos, por llevar el coche de barro hasta arriba y con la azadilla asomando por la bandeja del maletero. Los otros chicos del pueblo decían que si era porque no hacía buen vino. Al final dejó de hacer de taxista. Nadie quería ir con él. Una noche, cuando regresaba a las cuatro de la mañana de Piña de Esgueva, con diez o doce cubatas encima, vio volcado un coche al lado de la carretera. La marca ni se distinguía, sólo supo que era uno de esos alemanes, potentes, con muchos caballos y poca cabeza para llevarlos. El copiloto no vivió para contarlo. –Cosas de chicos –decían las mujeres sentadas en el banco de la olma seca.

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–¿Para qué tanto correr? –sentenció Nicasio, el pastor, que lo más veloz que contemplaba era la transición de las nubes en cúmulos. Al día siguiente Carmelín se levantó a la hora de siempre a poner el riego. Un tubo tras otro. Ciento y pico. Y su padre que seguía emperrado en que eso de los pivots solo servía para malgastar el agua. El agua en Castilla es oro, decía y se marchaba al bar tan campante.

En el pueblo solo se habían quedado tres de la misma quinta que Carmelín. Uno de ellos apañaba todas las ovejas en una hora con una ordeñadora eléctrica de última tecnología. Otro se había comprado una New Holland y cosechaba por todos los pueblos del contorno. El más listo de los tres había ido plantando viñas poco a poco y cambiándole la cara a las parcelas del pueblo. El monótono marrón claro del secano cerealista se estaba ajedrezando en un verde intenso de pujante tempranillo. Pero a pesar de aquellas innovaciones, el pueblo se fue quedando, poco a poco, silencioso y apocado. Las calles eran cada vez más largas y las casas, algunas vacías y en la antesala del derrumbe, parecían más grandes de lo que habían sido. La despoblación daba sensación de amplitud. Fue entonces, allá por los noventa, si la memoria no me falla, cuando dejaron de verse coches circulando por el pueblo. Nadie se dio cuenta. O no quiso dársela. Pero a mí no es fácil que me la den con queso. Algunos solo aparecían en las fiestas del pueblo. El resto del año paz y después gloria. Si acaso la furgoneta del pan, de un rojo chillón que asustaba a los gatos. Porque aún quedaban cuatro gatos.

Y de vez en cuando algún coche pasaba por la carretera, a toda prisa, sin tiempo siquiera para ver si era conocido o venía de fuera. La velocidad, la vista, que cada vez tardaba más en llegar a los sitios, y tanta marca extranjera. Así era imposible saber si aquellos vehículos habían sido fabricados en Valladolid, en Alemania o en la China comunista. Como dijo en una ocasión don Calixto, ya viejo y con ganas de ser conducido por Caronte a su última morada, hacía años aquí sólo se veían Renaults. Ahora ya ni se sabe de qué marca son. Al antiguo alcalde le pusieron una calle a su nombre, al poco de fallecer. De esa manera la cartera que acudía al pueblo dos veces por semana recordaría todo lo que el excelso regidor había hecho por su pueblo. 

Quinta

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A ningún vecino le interesó demasiado aquella profecía de Nostradamus que preconizaba que el mundo acabaría en el año 2.000. O que todos los ordenadores se volverían locos y darían como resultado el caos más absoluto. Nadie conocía a ningún Nostradamus ni sabía para qué podía usarse una caja con una pantalla y teclas. Y su vida siguió como si tal cosa. Habían llegado a otro siglo, pero el silencio era cada vez más ancestral. Al menos hasta que por algunos pueblos empezaron a aparecer camiones, excavadoras y motoniveladoras. Es la concentración parcelaria, dijo de cachondeo uno que se había hecho una casa a las afueras. Son hostias en vinagre, dijo el del bar. Es la nueva línea de alta velocidad, terminó de confirmar el que traía el congelado todos los viernes. ¿Y para qué quieren en esos lugares tanta velocidad, si hace siglos que no para ningún tren? Dijeron la media docena de sabios que mataban el tiempo en la barra, después de haber acabado con Gates y Nostradamus.

Era la época de la burbuja, de los excesos, y benditos los ojos que la vieron pasar de largo. Nadie vino al pueblo a construir una moderna urbanización, ni una promoción de adosados. Nadie sacó tajada del adobe arrumbado ni de las eras que acumulaban alfombras de rastrojos. Nadie se interesó por conocer el nombre del concejal de urbanismo. Los que se marcharon del pueblo en los sesenta se habían empezado a jubilar. Nada de hacerse un casoplón en el pueblo. Marina D`or, ciudad de vacaciones. La Manga del Mar Menor, un paraíso entre dos mares. Eso era lujo, no como en el valle, que no tenía ningún glamour. Y cuando salieron por la tele el ministro y el consejero de turno a cortar la cinta solo faltó Lolita Sevilla para dar más realce al evento. Hasta el bueno de Anselmo se percató de la jugada. “¡Pero si luego no han dejado acceso para entrar en los pueblos!”. “Mejor, dijo algún resabiado, así no viene nadie a meter aquí las narices”. Solo le faltó decir lo que pensaba, que tampoco era necesario salir del pueblo al exterior. ¿Para qué? Si se avecinaba el caos. La hecatombe. El castigo por tanto despilfarro y tanto derroche.

Una vez más quedaban aislados. Y no se le podía echar la culpa a Nostradamus en esta ocasión. Se trataba de comunicar una ciudad grande con otra. Los pueblos para quien los quisiera mirar desde la ventanilla. O para que algún viajero mostrara el índice y le dijera a su mujer que por ahí debía de andar el pueblo de sus padres. En alguno de esos yermos. Con un pequeño cementerio lleno de maleza donde estarían enterrados sus abuelos. Y sus bisabuelos. Después la mujer cambiaba de tema, porque no era cuestión de amargar el trayecto a los niños con tanta sensiblería y nostalgia del pasado. Cuando se viaja, se hace hacia el

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futuro. El pasado es una vieja carretera llena de baches donde los topillos campan a sus anchas. Lo importante era reducir tiempos, tener buena conexión a internet y usar las redes sociales a tutiplén.

Los que se marcharon hicieron dinero, los hijos y nietos ya nacidos en las capitales. Cuando se quisieron dar cuenta habían roto todas las raíces con el pueblo. No había tierras que vender, ni familiares a los que honrar, ni tíos ni primos a los que llamar, porque se habían marchado, de la misma manera que lo habían hecho ellos. Solo quedaron los solterones y solteronas hasta que se iban muriendo con desgana. Los coches que pasan por la carretera cada vez son más potentes, y el AVE se deja ver a lo lejos, raudo y veloz, más rápido que un pensamiento impuro. En el pajar de Carmelín, su viejo R-5 amarillo, compañero de tantas batallas y tantos viajes a las tierras, acumula polvo y gallinaza. Un gallo percherón ha hecho allí su guarida, en el asiento delantero. Ni una sola de las gallinas del corral osan penetrar en su santuario. Y Carmelín, que dejó de ser Carmelín el día que palmó su padre para convertirse en Carmelo, cuando acude al corral a recoger los huevos no puede por menos de recordar lo cerca del éxito que estuvo aquella vez en Cevico Navero, un pueblo ya de la provincia de Palencia, cuando consiguió que la más ligera del pueblo se subiera al R-5 y fueron sorprendidos por una pareja motorizada del Seprona, que les quitó las ganas y las intenciones.

–A joder a un pajar –les dijo uno de los guardias, y ahí se acabó lo que se daba.

Sexta

Son las cosas de la globalización, pienso. Que aunque me quedara a vivir en el pueblo me entero de todo. Y de la crisis también, que ahora ha traído a muchos de vuelta a las raíces. Y parece que las calles como que se han vuelto a poblar. Al menos en verano, que cuando llegue otra vez el invierno, que llegará como siempre, esto se volverá a quedar desierto. Los jubilados regresarán a sus pisos de la capital, y eso que siempre andan diciendo que están hartos del tráfico y de la contaminación. Las familias que han venido de otros países se marcharán a otros pueblos en cuanto acabe la vendimia. Porque aquí apenas hay trabajo para cuatro o cinco. Hoy en día con un buen tractor te apañas toda la labranza. Si hasta dice el nieto de don

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Calixto, que al final y después de acabar una carrera tuvo que recurrir a las influencias para entrar a trabajar en la fábrica, que un robot de esos hace el trabajo de veinte personas. Y que hacen coches como churros.

Eso, creo yo, es lo que interesa, producir mucho, más barato y en menos tiempo. No se dan cuenta de que a la tierra no se la puede explotar más de lo necesario. Hoy en día las empresas no conocen el barbecho. Y del futuro ya ni se habla. Será que se ha pasado de moda. O de largo. Que llegó, no nos enteramos que había llegado, y con las mismas se marchó. También tenemos en el pueblo a un excéntrico que se dedica a pintar estas soledades geométricas. De esos a los que les molesta ver coches plantados en las puertas. Y por eso salen a pintar al campo. Ovejas y almendros, principalmente, aunque la mayor parte de las veces solo almendros. Porque Nicasio se metió en uno de esos cúmulos aborregados y se marchó al cielo, que ya eran muchos años de escarbar con la cayada en la misma tierra.

Este verano hasta se han visto niños por las calles jugando con maquinitas, porque el alcalde de ahora por fin trajo la línea esa, como hace años don Calixto trajo el asfalto, como hace mucho tiempo alguien trajo la FASA a Valladolid. Esta mañana, sin ir más lejos, me he asomado a la ventana y he visto un coche nuevo en la plaza. El hijo de Obdulia se lo enseñaba a los vecinos. No he podido bajar a verlo, las piernas ya no me dan mucho de sí, pero escondida entre los visillos he atisbado un vehículo de estética futurista. Un nuevo peldaño en la cadena de producción. “Es un cartu, el último modelo”, me ha parecido oír, y he añorado de repente aquellas numeraciones. He tratado de hacer memoria: ¿Con qué número acabaron? ¿El 12? ¿El 14? Ya no se acuerda una de nada, aunque a veces, eso sí, me vienen a la cabeza recuerdos perdidos, de cuando niña. Aquella mañana en que vimos aparecer el primer coche por las calles del pueblo. Aquella polvareda que levantó al desaparecer de nuestra vista. Rumbo al futuro, ese futuro que nunca para, que no se detiene ante nada. Ese futuro que dicen que algún día llegará.

Enlace al video completo de la entrega de premios, en youtube

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 A continuación, algunas instantaneas del evento.

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BASES:

MODALIDAD RELATOS, ABIERTO

BASES DEL VII CONCURSO LITERARIO ARSENIO ESCOLAR EN LA MODALIDAD DE RELATOS

El comité organizador del VII concurso literario, Arsenio Escolar, con domicilio en Torresandino, hace público la convocatoria del certamen en la modalidad de relatos. las bases son las siguientes:

1. Pueden participar todas las personas que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad, siempre que presenten Relatos en lengua española, originales e inéditos, no publicados en ningún tipo de formato ni total ni parcialmente (incluido Internet), no premiados o pendientes de fallo en otros concursos, o a la espera de respuesta en un proceso editorial. El incumplimiento de esta primera base descalifica automáticamente al participante.

2. El tema será libre.

3. El original deberá estar mecanografiado a doble espacio, utilizando un tipo Arial, Times New Róman o similares, a 12 puntos.

4. El original de la obra se presentará únicamente en formato digital. El trabajo deberá ser enviado a la dirección electrónica: concursoaet@gmail.com

5. En el asunto del mail se especificará: “Para el VII Certamen Arsenio Escolar”. Se enviarán en el mismo correo dos archivos adjuntos en formato PDF:

a) En un archivo que será denominado con el TÍTULO DE LA OBRA en mayúsculas, se enviará la misma bajo seudónimo.

· En el inicio de la primera página se colocará el NOMBRE DE LA OBRA y en la línea siguiente el SEUDÓNIMO, seguido del texto.

· No se aceptarán envíos que incluyan, dibujos, fotos, links externos o cualquier otro tipo de adorno ajeno al propio texto.

b) En otro archivo que será denominado con el TÌTULO DE LA OBRA – PLICA en mayúsculas, se enviarán los siguientes datos personales: .

Título de la obra .

Seudónimo .

Nombre(s) y apellido(s) .

Año, ciudad y país de nacimiento .

Dirección del domicilio completa, incluido el país .

Teléfono(s) .

Correo electrónico .

Breve currículo literario. Incluido el currículum, los datos personales no deberán sobrepasar una página.

c) Como los datos resultan esenciales, entre más razones, a la hora de informar a los reconocidos por el Concurso, si de inicio no son enviados completos, no será aceptada esa participación.

6. Características formales:

a. La obra tendrá una extensión máxima de 10 páginas.

b. No se aceptará un conjunto de cuentos breves.

c. Las páginas estarán debidamente numeradas. Sin faltas de ortografía.

d. El incumplimiento de estas reglas implicará la automática descalificación.

e. Solo se acepta un trabajo por autor.

7. Se adjudicará un primer premio al mejor relato, dos accésits y un premio especial al mejor relato de los concursantes locales*, entendiéndose como tal, los procedentes de Torresandino, Valle del Esgueva y Ribera del Duero burgalesa. Para tener derecho a este premio, los concursantes deberán postularse para esta categoría, notificándolo en el archivo denominado, PLICA, junto a los demás datos.

8. El primer premio consistirá en: 300 € y diploma. Los accésits y el premio especial serán dotados con 150 € y diploma.

9. El plazo de admisión de originales terminará el 19 de junio del año 2021 a las 24:00 horas de España.

10. El fallo será inapelable y se hará público durante la entrega de premios que tendrá lugar en Torresandino, en fecha y horario a determinar. Si el premiado no puede acudir por sus propios medios, queda autorizado para designar a un representante que asista al Acto de Entrega de Premios en su lugar.

11. el comité organizador, se reserva durante un año, exento de retribución suplementaria alguna a favor de los autores, el derecho en exclusiva de publicar y difundir por cualquier medio los trabajos premiados, si así lo considera pertinente. Así mismo, también pasado ese plazo de tiempo, podrá publicar y difundir por cualquier medio, siempre con el generoso fin de contribuir a la expansión de obras literarias de valía incontestable, los trabajos premiados sin obligación de remuneración pecuniaria alguna a sus autores. Por motivos de patrocinio, el comité organizador del concurso autoriza la publicación de las obras ganadoras, en la revista Archiletras. Las obras publicadas en esta prestigiosa publicación recibirán un complemento de 100 €.

12. Los ganadores del “VII Concurso Literario Arsenio Escolar” deberán tener autorización del comité organizador, para cualquier acción que involucre a los textos premiados durante un año a partir de la fecha de la premiación. Los premiados se comprometen a mencionar el Concurso cada vez que publiquen el texto por sí mismos, o a garantizarlo cuando autoricen que el texto sea publicado por otros medios.

13. El Comité Organizador de este Concurso y su Jurado no mantendrán comunicación alguna con los participantes respecto a sus textos, ni ofrecerán ninguna información que no sea el propio fallo recogido en el Acta Oficial de premiación.

14. La composición del Jurado Calificador será dada a conocer al hacerse público el fallo del certamen.

15. El hecho de concurrir al VII Concurso Literario Arsenio Escolar” implica la total aceptación de estas bases, cuya interpretación se reserva el comité y el Jurado Calificador.

. . - *  Para el premio local, el listado de los pueblos se encuentra en la web de la Asociación Literaria Esguevanía, www.esguevania .es

Para más información: concursoaet@gmail.com

Teléfono 34 660468590

MODALIDAD INFANTIL Y JUVENIL, LOCAL

VII CONCURSO LITERARIO INFANTIL Y JUVENIL, “ARSENIO ESCOLAR”

                                                    TORRESANDINO

La organización del certamen, que desea fomentar entre los niños y jóvenes los valores literarios y promover el lenguaje escrito como medio de creación y comunicación, convoca su VII concurso literario infantil y juvenil, abierto a la participación de cuantos deseen inscribirse conforme a estas bases. El concurso llevará el nombre de Arsenio Escolar, periodista y escritor de Torresandino, que colabora desinteresadamente en la convocatoria y organización del evento.

ESTAS SON LAS BASES QUE LO REGULAN

1.Podrán participar en el concurso todos los niños y jóvenes que lo deseen, con un límite de edad de 18 años, que vivan o sean afines a Torresandino. Se admitirán trabajos de residentes en el Valle del Esgueva y la Ribera del Duero Burgalesa*

2. El concurso cuenta con dos categorías. A, para concursantes de hasta 11 años. B, para concursantes comprendidos entre 12 y 18 años. En ambas habrá un ganador y dos finalistas

3. Por motivos sanitarios, en esta edición, el concurso se realizará por vía telemática.

4. El tema será libre. La acción se desarrollará en Torresandino. Solo se admitirá un trabajo por autor.

5. En atención a las circunstancias especiales en las que se desarrolla esta edición, los trabajos se enviarán al correo del concurso, concursoaet@gmail.com, pueden estar escritos a mano en folios numerados a una sola cara (máximo 6), escaneados para su envío electrónico o mecanografiado a doble espacio, utilizando un tipo Arial, Times New Róman o similares, a 12 puntos. Formato PDF, (máximo 4 páginas más la portada). El idioma utilizado será el Castellano. El plazo de admisión de originales terminará el 19 de junio del año 2021 a las 24:00 horas.

6. En la primera página se especificará el nombre y dos apellidos del o de la concursante. A continuación, el domicilio habitual y el temporal (verano) y la edad. En la siguiente línea, se escribirá el título de la obra y puede ir acompañado de algún dibujo o grabado relacionado con el relato. Estos grabados, que son parte del trabajo junto con el relato, pueden ser realizados por el mismo autor o por algún colaborador, haciendo en este caso mención a la autoría del mismo. Se crea una mención especial al mejor gabado, con su correspondiente premio y diploma

7. En el asunto del mail se especificará: “Para el VII Concurso Literario Infantil y Juvenil Arsenio Escolar”.

8. El fallo del jurado y la entrega de los premios al ganador y a los dos finalistas de cada categoría, así como la entrega de diplomas de todos los participantes, se celebrará en Torresandino en fecha horario a determinar,

9. El ganador de cada categoría recibirá una placa conmemorativa, un regalo y un lote de libros. Los finalistas de cada categoría recibirán un diploma acreditativo y un lote de libros. Todos los participantes que hayan completado y entregados sus trabajos recibirán diploma acreditativo.

10. El jurado valorara la calidad, creatividad y originalidad de los trabajos.

. - * El listado de los pueblos se encuentra en la web de la Asociación Literaria Esguevanía, www.esguevania .es

Para más información:

concursoaet@gmail.com

Teléfono  34 660468590

PUEBLOS INCLUIDOS EN LA ZONA LOCAL

PUEBLOS DEL VALLE DEL ESGUEVA, Espinosa de Cervera, Valdeande, Santa María del Mercadillo, Pinilla Trasmonte, Bahabón de Esgueva, Santibáñez de Esgueva, Cabañes de Esgueva, Pinillos de Esgueva, Terradillos de Esgueva, Villatuelda, Torresandino, Villovela de Esgueva , Tórtoles de Esgueva , Castrillo de Don Juan, Encinas de Esgueva, Canillas de Esgueva, Fombellida, Torre de Esgueva, Castroverde de Cerrato, Villaco de Esgueva, Amusquillo, Villafuerte de Esgueva, Esguevillas de Esgueva, Piña de Esgueva, Villanueva de los Infantes, Olmos de Esgueva, Villarmentero de Esgueva, Castronuevo de Esgueva, Renedo de Esgueva ...

PUEBLOS QUE COMPONEN LA RIBERA DEL DUERO BURGALESA, » Adrada de Haza » La Aguilera » Aranda de Duero » Anguix » Arandilla » Arauzo de Torre » Arauzo de Miel » Arauzo de Salce » Bahabón de Esgueva » Baños de Valdearados » Boada de Roa » Berlangas de Roa » Briongos de Cervera » Brazacorta » Cabañes de Esgueva » Caleruega » Campillo de Aranda » Castrillo de la Vega » Ciruelos de Cervera » Coruña del Conde » La Cueva de Roa » Espinosa de Cervera » Fresnillo de las Dueñas » Fuentecén » Fuentelcésped » Fuentelisendo » Fuentemolinos » Fuentenebro » Guma » Fuentespina » Gumiel de Izán » Gumiel de Mercado » Guzmán » Hinojar del Rey » Haza » Hontangas » Hontoria de Valdearados » La Horra » Hoyales de Roa » Huerta de Rey » Mambrilla de Castrejón » Milagros » Moradillo de Roa » Nava de Roa » Olmedillo de Roa » Oquillas » Pardilla » Peñalba de Castro » Pedrosa de Duero » Peñaranda de Duero » Pinillos de Esgueva » Pinilla Trasmonte » Quemada » Quintanarraya » Quintanamanvirgo » Quintana del Pidio » Roa » San Juan del Monte » San Martín de Rubiales » Santa Cruz de la Salceda » Santa María del Mercadillo » Santibáñez de Esgueva » La Sequera de Haza » Sinovas » Sotillo de la Ribera » Terradillos de Esgueva » Torregalindo » Torresandino » Tórtoles de Esgueva » Tubilla del Lago » Valcavado de Roa » Vadocondes » Valdeande » Valdezate » La Vid » Villaescusa de Roa » Villalba de Duero » Villalbilla de Gumiel » Villanueva de Gumiel » Villovela de Esgueva » Villatuelda » Zazuar » Zuzones

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